Recuerdos en el lago, Cuarto Fragmento

Posted on 12 abril, 2012

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Tras una pausa el viejo agregó:

—Fausto me presentó a los demás con una sonrisa disimulada bajo sus bigotes. William, un mago conocido como “El Profesor”; alto, de apariencia gitana, con el pelo rojizo y alborotado, que le daba aquel aire enigmático indispensable para un ilusionista. Rubén, un actor caído en desgracia por culpa de la borrachera; elegante y de maneras refinadas, al menos cuando no era víctima del alcohol, con lo cual decaía hasta ser poco menos que una piltrafa humana que se dejaba caer donde fuera si no se la pasaba deambulando por las calles oscuras como si su cuerpo fuera de gelatina. Isabel, una preciosa morena que fungía de asistente en los espectáculos de “El Profesor”. Gabriel, un viejo británico venido al país luego de una de las guerras que asolaron Europa durante el siglo, también trabajaba con William, era quien construía y diseñaba los sorprendentes aparatos mágicos que usaba para entretener a la audiencia. Para completar el cuadro estaba una cantante clásica de nombre Marina, de una belleza lozana que desmentía sus cuarenta y tantos años de amores vividos.

>>Aunque al principio me parecieron gente peculiar, por no decir extraña, simpaticé con ello al poco tiempo, por más extravagante que me parecieran y siguen pareciendo. Luego de las respectivas presentaciones Fausto me llevó a su despacho.

>>El trabajo por el que se me contrataba era amenizar los entretiempos de Rubén, las presentaciones de William y los conciertos de Marina. No me esperaba nada muy glamoroso, así que me pareció bien. Al ser un teatro pequeño no tendría un salario como tal, se me pagaría de acuerdo a los ingreso de taquilla durante la semana, si no quería morir de hambre debía convertir “El Teatro de las Quimeras” en el mayor atractivo cultural de la ciudad.

>>Solo había un problema en plan de Fausto: el teatro no tenía piano. Iba a ofrecer el de mis tíos, pero como era uno de pared no sería presentable en escenario. Ante esa situación dude por primera vez de la inteligencia de mi jefe, no sería la última, ¿para qué contratar un pianista si no tienes un piano? En eso, Gabriel entró con una solución.

>>“Tenemos uno en el taller”, dijo.

>>Esa sería mi primera misión: traer el piano al teatro y ponerlo en condiciones. Guiado por Gabriel y William bajé un par de cuadras. Nadie que pasara por ese galpón aparentemente abandonado imaginaría que en realidad era el estudio de un mago. Lo único que veías era un edificio maltratado por los años, con algunas ventanas rotas y demás. William giró un el candado y nos hizo pasar. “Increíble”, eso hubiera dicho si no me hubiera quedado sin palabras. Por doquier se veían artilugios, herramientas y aparatos a medio ensamblar que dejaban entrever la ciencia que podía hacerte esfumarte y reaparecer en lugares diferentes, hacer crecer un árbol de naranjas de una simple semilla o ser atravesados por una cama de clavos sin resultar herido. Entre William y yo sacamos el piano de entre unas cajas y un armario mágico, era una preciosidad pero estaba cubierto de polvo. Habían intentado reformarlo para que pudiera salir un león de él, pero al no poder costearse su manutención descartaron la idea. Llevar ese armatoste a rastras fue horrible, por más que me ayudaran a empujar. No recuerdo ninguna experiencia semejante desde que tengo sentido de lo que es el sufrimiento.

>>Volví al teatro ensopado en sudor, respirando con pesadez. Me tumbé en unas butacas a mis anchas a recuperar el aliento, trabajo no había terminado todavía. Luego de limpiar el instrumento era hora de la siguiente tortura: afinarlo. Aunque nunca lo había hecho antes, había visto hacerlo cientos de veces y en el conservatorio solía preguntar cómo se ajustaba la maraña de hilos de hierro del instrumento, por lo que sabía qué hacer. Aún así, una tarea que le tomaba una hora o tal vez dos a un profesional, a mí me costó un mundo. Cuando me fui a dar cuenta ya era de noche y todos se habían ido.

>>Al día siguiente me encontré con un circo más que con un teatro. Cada quien parecía estar en cinco lugares a la vez, ocupándose de ocho cosas al mismo tiempo, uno se cansaba de solo verlo ir de un lado a otro. Cuando me vieron llegar me arrastraron también a su ajetreo. A las cinco estaba todo listo y dispuesto para cuando se abriera el telón; y nosotros, cansados a más no poder. Pero no había tiempo para descansar. Los actos a presentarse esa noche se fueron a alistar. Fui a las gradas a disfrutar del espectáculo. Me daba curiosidad cual sería la calidad de los artistas del elenco, además quería formarme una idea del papel que pudiera tomar en el mismo.

>>Las butacas estaban a media capacidad, entre los grupos de concurrentes había algunas sillas vacías. Cerca de la tercera parte de los asientos disponibles. Era de sorprender la cantidad de asistentes a ese teatro del que nunca antes había escuchado hablar. Me senté más o menos en el centro, se podía ver el escenario a la perfección.

>>Ocho en punto, se abrió el telón: ataviada con un vestido de tonos pastel de encaje y un sombrero de ala ancha, Marina apareció cual si fuera una diva del siglo pasado, envuelta en un halo de prístina inocencia que reblandeció el corazón de la audiencia. Luego del tiempo que dura un suspiro, instante que se mi hizo eterno, una orquesta escondida en las sombras inició la primera pieza. Una obertura suave, calma y pausada nos preparó para cuando Marina diera rienda suelta a su voz, y cuando lo hizo, sentí que había añorado ese canto de la misma forma que los peces añoran el agua cuando salen a la superficie o como las aves enjauladas desean la libertad de los cielos. Tal vez lloré o ni me inmute, tal vez morí y resucité en mi asiento. Tal vez me ocurrieron mil cosas diferente y ni cuenta me di; mi mundo empezaba con Marina y acababa con su canción. ¿Alguna vez has sentido el deseo de cerrar los ojos al escuchar una hermosa pieza, solo para dejarte llevar por ella? Pues así me sentía, multiplicado por diez, mas no lo me dejé llevar del todo porque así me privaría de la igualmente deslumbrante imagen del ángel Marina cantándole a mi alma, reconfortándola, amándola.

>>A medida que seguía la canción me ensimismaba en ella, fluí junto a sus compases. Las cambiantes dunas de cristal la voz de Marina fueron convirtiéndose en castillos de perla y plata, un reino onírico y eterno cual ninguno, perfecto por gracia de la palabra recitada por la dama de encajes pastel. Lastimosamente no existe tal cosa como un reino eterno. Cuanto hay en la creación está destinada a decaer hasta perderse en la nada. La última estrofa desencadenó el desmoronamiento de mi palacio de ensueño. Entonces recobré la cordura. Me encontraba de pie, ovacionando a Marina al igual que los demás. No daba crédito a lo que acaba de presenciar. Un talento semejante debería ser prohibido para el deleite de los mortales, tal virtud sólo debería ser poseída por los seres más allá de nuestro discernimiento. Los humanos no estamos preparados para algo tan elevado. Las cortinas se cerraron tras cerca de un minuto de ovación de pie, lo que sonrojó a la cantante, avivando la fuerza de su encanto.

>>Sería un ejercicio inútil tratar de describir el resto de la noche. Fueron demasiadas cosas demasiado sublimes como para intentar recrearlo con mi limitado vocabulario y mi destemplada imaginación. Prefiero abstenerme, no le haría justicia a lo que vi. Lo que si te puedo decir, y que quede bien claro: fue uno de los momentos más asombrosos que tuve la dicha de admirar. Es una lástima que la historia no les tenga un mejor lugar reservado, el público es muy ingrato. No podía hablar: ¿cómo podían ser tan buenos?, ¿quiénes eran estos que acababan de mostrar sus tremendas habilidades?, ¿qué clase de mística lo hacía tan sublimes para el público? ¿Qué los hacía quedarse en el miserable teatro de Fausto cuando fácilmente podían embelesar al mundo entero? Ninguno de ellos tendría un futuro si se quedaban, tampoco yo.

>>Mi espectáculo favorito era el de “El Profesor”, me parecía sencillamente fuera de serie. Cada semana disfrutaba viéndolo desafiar las leyes naturales, aun cuando sabía la secuencia de trucos y gestos y ademanes usados por William para aumentar el suspenso en la audiencia y distraerlos de lo que hacía flotar a Isabel, hacer desaparecer pájaros dentro de su jaula o sacar pelotas de goma de las mangas infinitamente. En una de mis visitas al taller, Gabriel me mostró la mayoría de los artefactos usados en el teatro y su ingenioso funcionamiento. De hecho aprendí como ser cortado al medio sin morir en el intento. Marina era otro deleite: cuando teníamos tiempo hacíamos duetos, ella con su voz y yo con mi el piano. No sólo tocábamos música clásica, volveros y valses eran de nuestro gusto común. En aquel entonces podría haber dicho que fue amor a primera vez, pero la verdad era que a quien yo amaba era a la persona en quien se transformaba al pisar el escenario. La Marina alejada de las tablas era una mujer simple que disfrutaba de los placeres de la vida, tales como los novios que iba cambiando semanalmente, aunque a veces repetía con algún afortunado. Otra sorpresa para mí fue el errático Rubén, su apariencia casi siempre era lamentable. Intentaba estar cerca de él lo menos posible, aunque cuando me lo topaba, la mayoría del tiempo ebrio, le ayudaba en lo que podía. Le tenía más asco que lastima. Solo se le veía sin su fiel botella de licor barato durante sus presentaciones, y sin ella el cambio era radical. Con solo tenerla en la mano, le envolvía en un estado de embriaguez repugnante, y con soltarla era exorcizado de esos malos espíritus. Al actuar se volvía un hombre admirable, cada personaje por el desentrañado era capaz de tirar hasta las más ocultas fibras del corazón de las personas, independientemente  de su condición o estrato social, y de conmover hasta las lágrimas. El noble Dr. Jekyll que pisaba las tablas volvería a ser Hyde al primer sorbo de su elixir mágico. Esa fue su tragedia: un círculo interminable que encontró su fin con su muerte. Ahogado de borracho murió el Sr. Hyde.

>>Me dejé de preguntar por qué no iban en búsqueda de un mejor destino al poco tiempo de conocerlos. Gracias en gran medida a mi relación con Fausto, el administrador y, se podría decir, maestro de ceremonias de “La Morada de las Quimeras”. Si dejaba a un lado sus extravagantes formas de hablar y moverse, además de su molesta manía de enrollar sus bigotes con el dedo, resultaba ser una persona agradable. Nos hicimos buenos amigos. En las tardes, antes de subir el telón, merendábamos en su despacho, servía el té con un juego traído de la misma Inglaterra regalado por una de sus amantes de sus mejores años como parte de un circo itinerante, o al menos eso era de lo que presumía cada vez que me servía una taza de ese espantoso jugo de hojas caliente que solo bebía por educación. Nadie quería irse del teatro porque habían encontrado algo más importante que la fama o el prestigio o cualquiera de esas superficialidades que deseamos más que nada y que despreciamos una vez conseguida: una familia. Y ellos me habían dejado ser parte de ella.

>>Lo primero que hacía al llegar era sentarme en el piano: además de mis deberes habituales, Fausto me propuso escoger cinco piezas para estrenar mi propio recital. Las cosas iban demasiado bien. Decidí ir por lo seguro, desde siempre he tenido predilección por Beethoven, así que puse en el repertorio Claro de luna, primer y segundo movimiento; La Appasionata y otras composiciones para piano famosas de él. Una de esas tardes de ensayo Isabel estaba practicando los trucos a realizarse la semana entrante. No pude evitar verla aparecer y desaparecer, cortarse al medio y volver a unirse; hacerse polvo y rearmarse como si nada hubiera pasado. En muchos sentidos la verdadera magia la hace la asistente, el mago solo debe mantener la intriga y la atención del público en el lugar indicado lo suficiente para que se pueda completarse la ilusión. Esto se notaba particularmente en los ensayos. Mi atención estaba fija en Isabel. Poseía una belleza encantadora y juvenil, una sonrisa suya era capaz de sonrojarme. Su talle delgado y caderas anchas le daban a su cuerpo unas curvas enloquecedoras; su pecho ideal se entreveía por un escote seductor; su mata de pelo negro y ensortijado bailaba al ritmo de su andar desenvuelto; y sus ojos, dos monedas de oro fundido, centellaban a la luz de los reflectores. Me dejé llevar por la fascinación. Esperé a que acabaran para dejarme caer en las teclas, no podía concentrarme en nada más que en ella. No seguir perdiendo el tiempo. Solo faltaban los detalles finales de mi presentación, todo debía ser perfecto: el menor error era inadmisible. En mi obsesión por pulir hasta la más diminuta rebaba en mi interpretación no me di cuenta de las dos señoritas paradas detrás de mí. Cuando por fin me volteé Isabel retenía por los hombros a la menuda Victoria, parecía apenada por algo, no se atrevía a mirarme a la cara.

>>“¿En qué pudo servirles?”, les pregunté.

>>“Victoria quiere aprender piano”, me dijo Isabel con una de esas sonrisas capaces de desarmar a cualquier hombre, solo descriptibles como preciosas. La criatura frente a ella se sonroso, abochornada más que antes.

>>A pesar mío, no podía negar a la petición de tan enternecedora pareja. Tampoco pude evitar sonreír al decir: “Será un placer tenerte de alumna”. Desde que la conocí, le habría escuchado a Victoria decir no más de cuatro palabras, de las cuales ninguna estaba dirigida a mí. Me entró cierta estúpida expectativa antes de que dulcemente avergonzada me dijera: “Gracias”. ¿Por qué negarlo?, me deshice de ternura por esa niña que aparentaba once o doce años, cuando en realidad tenía quince. Una ninfa del bosque perdida en la ciudad. Nadie podía resistirse a su dulzura silente y apariencia de muñeca de porcelana. Bueno, nadie, menos William y Gabriel.

>>Me comprometí a darle clases al menos por una hora, antes de mis ensayos. Y afortunadamente para mí, Isabel parecía no querer despegarse de ella. Apenas llegaba me topaba con la infantil rubia de ojos esmeralda sentada en el banquillo, mirando el teclado con nerviosismo y su cuidadora. Una vez la sorprendí practicando por su cuenta pero apenas si podía tocar los pedales con la punta del zapato, así que le bajé el asiento un par de centímetros. Durante el resto de la clase ella permaneció roja como un tomate. No muy lejos estaba Isabel, ya sea junto a piano, o sentada en las gradas, o jugando con algún artilugio mágico. Le enseñé a leer las partituras, las posiciones de manos, la técnica con los dedos, el nombre de las notas y acordes y le hacía memorizar los mismos ejercicios que hacíamos mi prima y yo. Con esa rutina y sus pequeños avances cotidianos ganó confianza y se fue haciendo más sociable conmigo, aunque seguía siendo de pocas palabras. Lo que me permitió saber mucho más sobre William y Gabriel.

>>William era el nieto de Gabriel, ambos escaparon de Londres durante la guerra tras la muerte de los hijos de este último. Antes de embarcar encontraron una famélica niña abandonada, no debería tener ni cinco años para aquel entonces, le pusieron Victoria —nunca supieron su nombre real—. De no ser por ellos le hubiera esperado el mismo destino que otros miles de niños sin padres ni protectores, niños sin esperanzas. Gabriel la recogió y fueron a España. Hay consiguieron a otra desamparada: una jovencita desaliñada y sucia, mendiga en las tristes calles de Madrid, hurgando en la basura por las sobras dejadas por los perros, no solo los de cuatro patas. Junto Isabel consiguieron a duras penas cruzar el charco. Y ahora pasaban sus noches lejos de la violencia sin sentido y del silbar de las balas para entretener a las masas con sus desafíos al tejido de la realidad misma.

>>El progreso de Victoria era poco menos que sorprendente, cada día Isabel me resultaba más hermosa y mi debut como pianista profesional se acercaba. Por fin podría cumplir mi promesa.

>>Estaba asustado ¿qué sería de mí si no daba la talla?

>>Me sentía inseguro. Una vida entera preparándome para presentarme ante el público, para deleitarlos con mi destreza y beber de la copa de sus aplausos. Pero por más que me empecinara en apretar cada tornillo siempre habría margen de error, a fin de cuentas solo había dos desenlaces posibles: un éxito rotundo o el peor de los fracasos. Había llegado por fin al punto de inflexión. Me retorcía en la cama por noches pensando en mi estrepitosa caída y en cualquier otra clase de idea descorazonadora. En los momentos de mayor debilidad deseaba esconderme en mi cuarto, o de que me tragara la tierra de ser posible, y más nunca salir, o al menos hasta que pasara el recital. Prefería ser un ermitaño detestable a hacer el ridículo.

>>La tarde anterior a mi presentación los nervios no me dejaron acercarme al piano. Caí en un estado de ensimismamiento profundo, sentado en las gradas lejanas al final del auditorio. Debí permanecer mucho tiempo así, puesto que cuando me di cuenta ya era de noche e Isabel estaba sentada a mi lado por quién sabe cuánto.

>>“¿Desde hace cuánto estas ahí?”, le pregunté sin mirarla. Los visitantes empezaban a llenar las butacas, hambrientos de pan y circo.

>>“El tiempo suficiente”, contestó. “Debes estar muy preocupado como para perderte así en tus pensamientos, ¿es algo que puedas compartir con una amiga?”

>>Sin pensarlo dos veces le desahogué mis preocupaciones: le hablé de mis dudas, mi nerviosismo, la falta de sueño… de todo. Solo me reservé la razón de mi pesar, la promesa. Ella escuchó paciente, sin interrumpirme ni preguntarme nada, siempre sonriendo con gentileza.

>>“Sólo conozco una solución posible, ¿quieres escucharla?”, dijo cuando por fin terminé de hablar.

>>“Por qué no”, solté poniendo los nudillos bajo mi barbilla.

>>“Solo haz lo que siempre haces”

>>“¿Algún inciso viene con eso?”

>>Esa pregunta, hecha sin intención de recibir respuesta, abrió la puerta a un sinfín de palabras como: “lo mejor es actuar natural”, “solo actúa como siempre” y “no hay que tomarse las cosas tan enserio”. No estoy seguro de que esa verborrea, de momentos absurda, hubiera ayudado a despejar mis dudas. No dejé que lo notara. Pero si estoy seguro es de que, en más de una forma inesperada, Isabel marcó significativamente lo ocurrido la noche siguiente, y posiblemente en otros eventos posteriores.