Capítulo Veintiséis: Lobo en Fuga

Posted on 1 noviembre, 2011

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¿Qué será de ella y de mí ahora que nuestros caminos se habían cruzado por obra de la casualidad?


Me encontraba, pues, frente a un enorme sujeto de ojos rojos y rasgos persas. Una multitud de sus consortes vampiros me rodeaban. Mi compañero de fuga se había ido, tenía una misión: encontrar a su protegida y sacarla de esa casa de fatalidades. Mi aullido cargado de miasma había logrado contener a mis enemigos y había anulado el arma de su líder. Era uno de los Príncipes Infernales, solo un monstruo como él era capaz de usar la terrible magia del ectoplasma.

Acorralado y contra la pared no me quedaba de otra: debía elegir entre volver a la jaula o pelear hasta morir. No había nada que decidir. Desde ahora y siempre tuve en claro que nunca más sería prisionero de nadie; el tiempo que me queda lo viviré sin arrepentimientos.

Mostré mis colmillos, puñales de marfil, y me preparé para arremeter con todo. Los vampiros, guardando sus distancias, abrieron paso al Príncipe. Nos miramos intensamente, cada uno tenía el férreo propósito de hacerse con la vida del otro. Él hizo el primer movimiento: Se arrojó contra mí a gran velocidad. Mas sin embargo conseguí esquivar el golpe de su puño que acabó pulverizando una pared tras de mí. Aproveché la confusión de polvo y escombro para ganarle la retaguardia y atacar al vampiro en su punto ciego, con garras y colmillos por delante. Fui hacia el corazón y la yugular. El vampiro se dio la vuelta, puso sus brazos como escudos y me repelió hacia un lado. Rasguñé el suelo al aterrizas, patiné un poco. Al gruñir me pasé la lengua por los dientes, sentí el repugnante gusto de la sangre del vampiro. Me agazapé y me volví a lanzar. Esta vez conseguí sujetarle el antebrazo.

Apreté. Los huesos crujían por la presión, la carne cedía y se desgarraba. La tentación fue mucha: cerré con fuerza, le arranqué el brazo y lo arrojé lejos. El vampiro me golpeó con su puño restante, rodé por el suelo. El brazo mutilado se volvió una pila de grises cenizas.

—¡Cómo te atreves! —gritó el vampiro mutilado y bañado en su propia sangre infecta—¡Mátenlo!

Los demás chupasangre se abalanzaron sobre mí. Tras dar un paso hacia atrás, esquivé los diferentes ataques y me escabullí a una zona libre de enemigos. El vampiro líder saltó hacia mí, tiró un puñetazo y falló por poco. De su brazo mutilado salían chorros de sangre que emulaban tentáculos.

Con las patas lo empujé y lo hice caer de espaldas. Miré directamente a sus ojos rojos mientras me regodeaba de mi victoria. Apenas noté a tiempo como se iba cerrando el cerco. Me agarraron entre dos, pero no fueron rivales para mí, los aparté sin problemas. Los enemigos se acercaban, estaba atrapado. Perdí las esperanzas de escapar cuando vi una ventana al otro lado del corredor. Salí disparado hacia la apertura. Antes de darme cuenta había atravesado el cristal y caía de llena en un bosque sin hojas, de árboles moribundos y espinas por doquier. Escuché tristes lamentos apagados, cansados de nunca recibir respuesta a sus desesperadas peticiones. Debí ignorar esos gemidos que me erizaban la piel: me lancé a la carrera antes de ser perseguido por los vampiros.

Nada más tenía un pensamiento enquistado en la mente: encontrar a Vanesa. Darme cuenta de que estaba equivocado. Que no estaba muerta. Que solo eran ideas oscuras sacadas a relucir en un momento de desesperación. La verdad era otra: estaba viva e iba a demostrarlo.

Seguí al galope un rastro difuminado, apenas perceptible para mi nariz de lobo. Me dirigía al lugar de la batalla. Faltaba poco para  en amanecer cuando llegué al valle chamuscado, bañado de sangre y ceniza. Cadáveres se pudrían dispersos en el suelo, en posiciones indignas ni pudor antes quienes pudieran verlos; aunque de ellos solo quedabas las osamentas todavía se distinguían las expresiones de suprema agonía que se estamparon en sus rostros y cuerpos retorcidos antes de recibir la estocada final.

Me di un minuto para orar por sus almas, luego seguí. Sin importarme nada, seguí buscando, algo debía haber para demostrar que Vanesa había tenido mejor suerte que la mía y que las demás victimas de los vampiros. Con el paso de los minutos me llenaba de pesar. Siempre llegaba a la misma conclusión: nada podía haber sobrevivido a la catástrofe, era un verdadero milagro que yo lo hiciera. A pesar de encontrar el lugar donde me enfrenté a Amel y la grieta por donde caí junto a él, no hallé el cadáver de Vanesa. pero claro, cómo hacerlo cuando había tanta muerte por todos lados.

Estaba atrapado en una contradicción. Por un lado no había pruebas contundentes de la muerte de Vanesa; mientras que por el otro era evidente que en la batalla había encontrado su final. Lo sabía pero no quería reconocerlo. La razón decía una cosa, mientras que mis esperanzas otra.

Cambié de forma sin darme cuenta. Con las manos crispadas estrujé el suelo carbonizado. Me restregué de tierra y ceniza. Cerré los puños compulsivamente. Cayeron en mis nudillos lágrimas de tristeza. Escuchaba un sentido llanto que, a pesar de ser mío, me parecía de un extraño.

¡Oh! pobre Héctor. Luego de pasar por las puertas del infierno terminé entrando en este. No quedaba nadie. Quién sabe cuánto tiempo permanecí presa del dolor, pero si sé que cuando el sol amenazaba con aparecer en el horizonte una explosión hizo estremecer el suelo. Me di la vuelta hacia donde se originó el estallido y vi como se levantaba una nube de polvo.

¿Sería una pista del paradero de mis hermanos?

¿Acaso era una pista dejada por algún otro prisionero fugado?

Debía ser Vanesa, quise pensar, y con ello en mente me lancé hacia allá.

Sin necesidad de mayores reflexiones cambié de forme y me di a la carrera. El corazón se me aceleraba mientras más me acercaba. Crucé medio bosque en menos de cinco minutos. Se asentaban los últimos rastros del polvo cuando llegué. Respiraba con pesadez; pude olfatear dos rastros independientes, ambos provenientes de vampiros: el primero se concentraba en el sitio de la explosión para luego regresar al castillo, mientras  que el otro se dirigía subía hasta las ruinas de un pueblo olvidado desde hacía muchos años.

Seguí el rastro segundo. Mantenía la cabeza gacha, olisqueando hasta la más minima particular de olor, con tal de no perderle la pista. Por la espalda me recorrió un escalofrío al pasar junto a las casas derruidas, cubiertas de monte, escombro y aguanieve. De aquellas estructuras emanaba cierta aura triste, características de un lugar donde ocurrió una desgracia. Era de esperarse al estar tan cerca de la morada de esos demonios de ojos rojos. Con cada paso dado sentía como aumentaba un suave, casi imperceptible, susurro opacado por los soplos del viento. El aroma del vampiro se hacía más fuerte; podría aparecerse en cualquier momento y desde cualquier parte.

El pueblo se asentaba en una pendiente no muy pronunciada, era atravesaba por una única calle que seguía la misma, en cuyo final se erigía un fuerte. Tan desgastado por los elementos y derruido por el tiempo.

Y entonces, junto con los primeros rayos del sol de la mañana, llegó a mis oídos los rumores de una discusión, una pelea acalorada, proveniente del fuerte, justo en el mismo sitio donde el aroma se hacía más denso. Algo me daba mala espina. Apresuré el paso.

Escalé entre los escombros de una pared derrumbada. Llegué justo en el momento en que un vampiro, el mismo que me ayudó a escapar, doblegaba a una joven y la mordía en el cuello. Se me heló la sangre dentro de las venas, era la primera vez que veía a uno de su especie alimentarse. Salí disparado en rescate de la joven: volví a mi forma humana, agarré al vampiro por la garganta y hombro, y usando todas mis fuerzas lo lancé lejos de su victima, quien estaba en un estado entre despierta e inconciente. Sangraba profusamente.

El sol acarició la piel del vampiro. A pesar de mi sorpresa, este no se desintegró. Era imposible. Me coloqué entre el monstruo y la muchacha. Los rojizos ojos del vampiro pasaron de mí a la joven, la miraba con esa enferma sed de muerte que me hacía odiar a los de su especie. Cambié mis brazos a garras, preparándome para la pelea. Pero antes de hacer el primer movimiento, algo cambió en la atmosfera. Volví mis brazos a la normalidad. Quedé anonadado con lo que vi: por la escasa fracción de un segundo percibí un sincero arrepentimiento; no, un palpable sentimiento de culpa en los ojos del vampiro, justo antes de desaparecer en la niebla.

No tardó mucho en esfumarse su presencia. Entonces pude darle la debida antención a la herida.

—¡Descuida, ese vampiro ya no te hará daño más!

Era la mujer que vi en mis visiones. Era Isabel Mendoza.

¿Qué será de ella y de mí ahora que nuestros caminos se habían cruzado por obra de la casualidad?

Notas:

Al fin pude sacar el siguiente capítulo.

Luego de tantos problemas sufridos con mi reinicio en la actividad académica, tuve algo de tiempo para pasar este tan esperado momento. Al fin se cierra la línea temporal deLa Maldicióndela Sangrepara pasar a los sucesos luego de las aventuras de William e Isabel.

Como se podrán haber dado cuenta, esta parte de la vida de Héctor ocurre al mismo momento que El Peso de la Maldición, último suceso de Crónicas Nocturnas I. Ahora es que empieza lo bueno y en fin, espero poder tomar el ritmo al asunto y no sucumbir de nuevo a la ola navideña que me pone en estado de hibernación… Pero por si acaso, será mejor acumular grasa para el invierno.

Por cierto, retomo a partir de ahora mi vieja costumbre de colocar una frase al inicio de cada capi. Y también anunciaré el titulo del siguiente.

Hasta pronto:

…EN EL SIGUIENTE CAPITULO…

Un lobo al llegar la noche