Recuerdos en el lago, Tercer Fragmento

Posted on 1 abril, 2012

0


El joven hizo memoria sobre lo dicho por su abuelo.

—Dijiste que sólo ese señor Fausto fue el único en darte trabajo como músico, ¿verdad?, ¿por qué, acaso no eras un gran pianista?

El viejo sonrió antes de contestar, fue una sonrisa con un dejo de tristeza.

—Para que puedas entenderme hay que empezar por el principio. De repente me vino un sueño tan vivido como ningún otro que hubiera tenido antes. Al comienzo era de vez en cuando, y de a poco fue presentando casi todas las noches. Era siempre el mismo sueño, con las mismas escenas y mismo desenlace. Se hacía más intenso con el tiempo, tanto así que despertaba sudando y muy agitado. Empecé a preocuparme por ello al cabo de dos meses. Intentaba hacer memoria sobre las imágenes nacidas en mi ensueño, pero apenas despertaba las olvidaba hasta la siguiente vez que cerrara los ojos. Sin nadie más a quien recurrir, le pregunté a mi primo sobre mis sueños.

>> “Algunos creen que los sueños son presagios del futuro”, fue lo que contestó Marcos. “Pero yo nunca he creído tal cosa. Los sueños no son otra que recuerdos de nuestro pasado, pintados con los matices de nuestros deseos y anhelaciones.”

>>Si había algo que se le podía criticar a mi primo era que siempre se dejaba llevar por el libro más reciente que estuviera leyendo. Cuando le pregunté sobre mis sueños estaba estudiando unos tratados sobre psicología —no me preguntes con qué motivo—, por lo cual no me extrañó el pretensioso tono de doctor experto dando clases a una novatada de alumnos ignorantes que utilizó conmigo. Aunque no por ello dejó de molestarme. Lo escuché en silencio y me fui meditando superficialmente lo que dijo cuando me hube ido; puesto que sabía que al cabo de una semana, ese mismo profesor, agarraría un tomo de versos o una colección de obras de Shakespeare y, por obra y gracia de la Divina Providencia, se volvería un dramaturgo capaz de recitar a Hamlet de memoria y recibiría su doctorado en Letras Inglesas en una semana.

>>Hice memoria. Los sueños empezaron a inicios de agosto, poco después de mi cumpleaños, y ya en noviembre eran algo cotidiano. Lo ocurrido después me mostró que si fue un presagio del futuro, mostrado a través de un momento olvidado de mis primeros años.

>>Una extraña enfermedad azotó el país. Una especie de fiebre virulenta que te fulminaba en menos de una semana, pero no por las intensas calenturas o la sudoración interminable, sino porque la gente que contraía la enfermedad era incapaz de dormir. Los doctores, desconcertados por la anómala epidemia, siempre decretaban la misma causa de muerte: deceso por agotamiento. La falta de sueño terminaba siendo mortal.

>>Cuando leí las primeras planas referentes al tema, para serte franco, me pareció un mal chiste sacado de quién sabe qué novela de realismo mágico. Pero no era cosa de broma… eso lo supe por medio de una esquela triste, corta y descorazonadora. Era de mi madre, en ella me informaba —con trazos inseguros y manchas de tinta diluidas en lágrimas— que mi hermano, Fernando, se había contagiado de la fiebre del insomnio y por miedo de que le pegara la enfermedad a los demás, lo encerró en la “sala de los vampiros”. Leí la carta en el desayuno, apenas había llegado, y lo siguiente que supe fue que me retorcía en mi cama, luchando una batalla perdida contra mis propios desvelos.  Y cuando por fin pude abrir los ojos no tuve descanso alguno. Desperté alterado: por primera vez era capaz de recordar aquel sueño que me atormentaba.

>>Me encontraba en un bosque desconocido pero que me llenaba de nostalgia. Volví a ser un niño. Había árboles intensamente verdes y llenos de flores coloridas bajo el sol de primavera. Iban caminando por el lecho pedregoso de un riachuelo cristalino. El corazón me palpitaba desaforado. Tenía una florecita morada que no paraba de estremecerse en mis manitas sudadas. Doblé en un rellano donde el agua se empozaba en una lagunita de un azul imposible. Al alzar la mirada no había más que flores de un intenso amarillo, rayos de sol viviente. La brisa colada entre la espesa vegetación mecía los botones. En un gran peñasco al fondo vi sentada a una silueta pequeña y menuda. Dejé mi andar temeroso para correr hacia esa niña de rizos castaños y ojos color caramelo.

>>Entonces despertaba. Estaba de nuevo en mi cama, con la mano extendida al aire y los oídos zumbándome con el cantar de los pájaros. Me tapé los ojos: estaba llorando.

>>Y fue entonces que llegó, traída por el arpa mágica de las musas, una melodía nostálgica, pero conmovedora y alegre. Me embargó de inmediato su belleza y la repetí en mi cabeza hasta que pude plasmar las primeras notas en la partitura. Ese fue el comienzo de mi primera y única composición musical. La llamé “Lirios y pétalos amarillos”. Pasé noches enteras en vela, absortó en las anotaciones de las notas, arpegios, claves, silencios y compases. Debía ser perfecto, desechaba la hoja apenas encontraba el más mínimo error y volvía empezar desde cero. A pesar de trabajar compulsivamente, no alcancé a concluir ni la primera pagina del borrador antes de recibir la carta sobre la muerte de Fernando. Tanas noches carentes de descanso lo arrastraron al la locura; por lo que acabó metiéndose una bala en la tapa de los sesos, siguiendo los designios de los esquivos duendes escondidos en los rincones oscuros de la casa y en lo más profundo de la dislocada imaginación de mi hermano.

La atmosfera se llenó con un silencio incomodo. El muchacho se lamentó haber llevado la conversación hasta esa zona escabrosa, pero el viejo no le dio tiempo de mayores arrepentimientos. Dijo:

—Apenas se supo de la muerte mi tía visitó al apartamento de luto, estuvimos así hasta Año Nuevo. A pesar de mi pena, o posiblemente a causa de ella, me sumergí en mi trabajo. Me encerré en mi alcoba, bajo la orden explicita de no ser molestado por nadie, junto con el piano, mis papeles e intenciones de solo salir con una obra maestra entre las manos. ¡Qué pretencioso!, pero eso fue esa ambición fuera de lugar la que me ayudó a superar el dolor, el miedo y las frustraciones que vinieron con la muerte de mi hermano. De repente me vino la urgencia de dejar algo tras de mí, algo que ratificara mi existencia e importancia en el mundo: un legado.

>>Había pasado un mes antes de darme cuenta. Entre la pila de correspondencia dejada a un lado había una esquela de mi padre. Tras darle los últimos retoques al borrador de mi pieza le di la importancia que se merecía la carta. La leí en un sepulcral silencio, apenas la terminé y releí varias veces —no quería creer lo que en ella estaba escrito—, escribí una contestación categórica a la petición de mi padre: me negaba rotundamente a regresar a la hacienda, como también a administrarla en sustitución de mi hermano, pero sobre todo me negaba a casarme con la novia de mi hermano, con quien estaba prometida antes de su enfermedad. Me negué, pero a pesar de todo el destino me hizo regresar a la hacienda por mi propia voluntad.

>>Envié la carta todavía rabioso por la desfachatez de mi padre. Sólo me quería de vuelta para ser el reemplazo de Fernando, y yo no podía, ni quería, ser el reemplazo de nadie. Claro, cuando se me pasó la rabia, me di cuenta de lo irrazonable de mi posición. A pesar de lo grosero de su petición, mi padre tenía en buena parte la razón: sin Fernando, el futuro de la familia pendía de un hilo, mientras que yo permanecía ajeno a esos problemas de forma completamente egoísta. Estaba jugando al músico, sin preocuparme en nada más que en trivialidades. No quiero ni imaginar en las lágrimas que debió soltar mi madre al leer esa misiva cargada de ingratitudes por parte de un hijo descarriado que se desembrazaba de su familia.

>>A los tres días recibí un mensaje de puño y letra de mi padre. Ya de por sí, solo eso era terriblemente significativo. Él le encargaba a mi madre encargarse de su correspondencia, por lo que encontrarse con una hoja con su caligrafía tocas y descuidada, común en las personas poco habituadas a la escritura, dejaba algo en claro: no quería que ella se enterará de lo que iba a decir. Sólo dos oraciones y su firma. Estas fueron las últimas palabras que me concedió:

>> “Haz lo que quieras. Ya se me murieron mis dos varones”.

>>No volví a saber de él. Mi maldito orgullo socavaba mis tímidos intentos de acercarme a mi padre, intentos que nunca pasaban de ideas vagas en mi mente.

>>Tan pronto corté relaciones con mi padre dejaron de enviarme dinero y la correspondencia cesó por completo. Dejé de tener padre y madre, hermanas y primas; era un ser carente de familia, que había nacido de la nada. Fue cuestión de tiempo para que mis tíos también me dieran la espalda. Me dieron un mes para encontrar un lugar nuevo en donde vivir. Así que guardé mis pertenencias en un baúl y un par de maletas que me prestó Marcos. Por suerte no todo se veía tan negro como pude haber imaginado. Marcos fue mi salvador: me consiguió un lugar adonde mudarme, y gracias a un par de favores que le debían, pude entrevistarme con aquellos personajes del medio artístico dispuestos a contratar a un joven e inexperto pianista. Con los mejores deseos de parte de mis tíos y suficiente dinero como para vivir un par de meses, me fui una semana antes de que se venciera el plazo. Marcos estrechó mi mano y dijo:

>> “Ven a visitarnos cuando quieras”.

>>Por supuesto, no estaban echándome a la calle a causa de la pelea con mi padre, sino que simplemente no querían ser parte de un asunto en el que no les correspondía meterse. Además, ya iba siendo hora de que me valiera por mí mismo. Después de mudarme seguimos teniendo una buena relación; lo único que cambió fue el lugar donde tenía mi cama.

>>En cuanto a Manuel y Mauricio, apenas si los vi de ahí en adelante, al casarme pedí casi todo contacto con ellos. Me llegó la noticia de que Manuel estuvo envuelto en una rebelión militar menor, y que fue enjuiciado en una corte marcial y encerrado el resto de su vida. Dos meses antes de nacer tu padre, me enteré de que Mauricio se había ahogado en alta mar. Al parecer se cayó por la borda durante la noche y nadie se percató de su ausencia hasta la mañana siguiente. Al parecer el sí pudo hacer lo que mi tío no: quedarse con la sirena para siempre.

>>Mi nueva residencia era un apartamento más bien pequeño en una zona residencial recién construida, en donde en su mayoría vivían funcionarios gubernamentales. Mis vecinos eran un notario, de apariencia avejentada y trémula, a pasar de sus veinticinco años de edad, y un gestor público, jocoso y alegre casi siempre, encargado, tal vez, de realizar esos catastros agrícolas que terminaban incluso antes de comenzar. Personas agradables, cada uno a su manera, pero al no tener nada en común con ellos decidí mantener mi distancia. No tenía más muebles que un catre de tubos de acero que rechinaba al acostarme en él, una mesa desvencijada con dos sillas maltrechas para hacerle juego, una cocina rudimentaria y el piano que mis tíos tuvieron la generosidad de prestarme.

>>Como era de esperarse, los primeros días fueron duros; nunca antes había tenido que vivir por mi cuenta. Me sentía fuera de lugar donde quiera que fuera en el apartamento, casi completamente vacío. Debí parecer un ánima, deambulando de aquí para allá como atormentado por asuntos no resueltos en mi otra vida. En mi torpeza, y sin que pudiera evitarlo, despilfarré el dinero que me habían dado mis tíos en comer afuera, libros y en muebles más o menos aceptables para decorar los espacios pelados de mi apartamento, lo que se me hacían cada vez más insoportable ver desnudos. Lo más estúpido que compré por ese entonces fue un tocadiscos de lo más moderno sacado al mercado. Pero que tuve solo para que se llenará de polvo: había quedado insolvente antes de comprar un solo disco para el bendito aparato. ¿Acaso tenía algo mal en la cabeza? Si. Esa debía ser la explicación lógica para semejante acto de estupidez crónica. No sabes la rabia que me daba conmigo mismo cada vez que veía ese armatoste inútil en la sala, por lo que terminé cubriéndolo con una sabana; ni lo bien que me sentí cuando por fin me deshice de él, sin haberlo usado nunca.

>>Por suerte, al verme restringido en el bolsillo, agarré escarmiento. Dejé de comprar cada cosa llamativa con que me topaba en la calle y de comer en restaurantes. Me tocó aprender cocinar a punta de ensayo y error. Todavía estoy asombrado de haber sobrevivido a mis “experimentos” en mi primera incursión al mundo culinario, en especial sin haber sufrido un caso grave de envenenamiento.

>>Aún ahorrando la última locha, no podía seguir así indefinidamente. Necesitaba encontrar trabajo rápido. Pero el mundo real apenas empezaba a darme lecciones. Como yo habían hordas enteras de jóvenes músicos con las mismas aspiraciones que las mías y que habían llegado antes de mí a las colas frente a cada puerta donde se ofrecía un trabajo como pianista. Ni las recomendaciones de mi primo me hicieron destacar de entre la multitud.

>> “No veo por qué te sorprendes tanto”, me dijo Marcos al citarnos en un café donde solían ir poetas y pintores, “¿no creerás que eres el único músico del mundo, o si?”

>>Eso podía ser cierto, pero no estaba sorprendido, es solo que ver a tal número de muchachos ilusionados, quizás con mayor talento que el mío y con una determinación mayor a la que nunca tendría; verlos, vernos pelear por los pellejos ofrecidos a donde quiera que fuera resultaba desgarrador. Con cada puerta cerrada, con cada miserable puesto ofrecido, más me daba cuenta de que  de los diez, veinte, cincuenta o cien de los postulantes obtendrían alguna vez que fueron a buscar, y que de esa cuarta parte solo uno, tal vez dos si cuentan con suerte, conseguirían, algún día, tocar ante un teatro  cualquiera o el aula magna de una universidad de poca monta. Algo tan lejano a sus sueños, de nuestros sueños de presentarnos ante auditorios repletos y de recibir una ovación de pie de los más selectos públicos europeos. Nada de eso nos sería permitido, éramos, o al menos hacía lo decidieron, indignos de tales recompensas. Por nuestro arduo esfuerzo y constantes años de estudio, por nuestras ilusiones, el mundo nos concedía tan poco que hacía querer tirar todo a la mierda y ocuparme en cualquier otra cosa con tal de dejar de sufrir semejante desesperanza. Pero al final no pude. A fin de cuentas, no sabía hacer otra cosa que no fuera tocar el piano. Así que seguí buscando aquel lugar donde destacaría por encima de mis rivales, sin importar lo doloroso que fuera.

>>Y es en este punto donde Fausto vuelve a formar parte de la narración. Luego de ser rechazado en la mitad de los lugares donde Marcos me había recomendado, y de ni siquiera presentarme en la otra mitad, el único lugar que quedaba era un pequeño teatro desconocido en el centro de la ciudad. Parecía un edificio más viejo de lo que de verdad era. Parte del encanto particular de la construcción, tal vez lo único capaz de atraer a los espectadores curiosos: la promesa de que al entrar a ese misterioso teatro encontrarían algo incluso más enigmático esperándoles. Mientras entraba por la puerta principal y atravesaba un pasillo tenebroso, el aire se enrarecía más y más; una especie de niebla invisible oprimía mi pecho, apenas me dejaba respirar. Me detuve a recuperar el aliento, me sofocaba de a poco. A un par de metros se perfilaba una entrada, fui hacia él a tropezones. En un suspiro la presión se esfumó, evaporada en las sobras, justo cuando se abrió ante mí una gran galería repleta de butacas desocupadas. Daban a aquel escenario donde se podía tanto resucitar la historia como también escribirla.

>>¿Qué sentí al entrar donde cumpliría mis sueños infantiles y sufría mis desconsuelos como adulto?, ¿cuál sería la palabra apropiada para describir la marejada de emociones que se adueñaron de mí? ¿Pena?, ¿tristeza?, ¿regocijo?, ¿felicidad?, ¿esperanza?, ¿rabia? ¿Todas ellas y mucho más? ¿Ninguna en lo absoluto? No lo sé. Tal vez fueron tantas sensaciones en tan poco tiempo que no fui capaz de retenerlas en un recuerdo. Tal vez no hubo desbordantes sentimientos que recordar. Puede que si como puede que no, y a estas alturas da igual. Pero si me acuerdo de lo que vi, o lo que creí ver: había sido transportado como por arte de magia a la tarima, ahora iluminada por reflectores inexistentes; la audiencia que abarrotaba las gradas se hallaban anonadada, casi hipnotizada, por la consecución de notas que desprendía del piano frente mío. Entre alegre y melancolía se movía el compás de la canción, con los ojos cerrados me dejaba llevar por los designios de mis manos, casi como si no fuera yo quien estuviera tocando. El público se maravillaba de la sobrenatural belleza de la canción, y yo también: había caído presa de su embrujo. Las manos, que no eran mis manos, se movían por las teclas siguiendo el ritmo y los silencios tantas veces ensayados en la oscuridad del apartamento de mis tíos con un sentimiento tal que te sobrecogía. Jamás sería capaz de hacer algo ni remotamente tan bello, y aun así ahí estaba yo, tocando como siempre lo había soñado. La armonía se me presentaba como un despliegue de colores sublimes y erráticos, la gama de emociones desplegadas por la canción se iban haciendo compresibles gracias a las franjas de rojo, pasión desbordante; chispazos rosas, amores vividos y por vivir; destellos de amarillos, la alegría de existir; y ondas de verde por la sabiduría ganada con los años. Efluvios de azul al fondo, la tristeza escondida en interior y que por fin me daba el permiso de enseñarme, de dejarla ir y seguir adelante. Una representación surrealista de mí mismo, del núcleo mismo que me compone… y en lo más profundo de mi ser había una mariposa de alas amarillas que volaba hacia mí. Se posó en mi mano, desperté. La última nota y el auditorio imaginario se deshacía al ritmo de sus aplausos ficticios.

>>Otra vez en el teatro vacío, otra vez en la realidad. Pero algo había cambiado en medio de ese viaje onírico: yo. Aquella pena que me desconsolaba tras la muerte de mi hermano desapareció, se había ido, sencillamente se fue ese dolor lacerante. Y fue reemplazado por una repentina voluntad de hierro. No más dudas, y no más distracciones: dejo de importarme el presentarme en cualquier escenario, grande o pequeño, contar de mostrar mi talento, lo único que quería era tocar y nada más; el éxito, la fama, el reconocimiento eran de pronto efímeras, irrelevantes. Por fin me había dado cuenta que mientras hiciera para lo que había nacido, sería feliz.

>>Había otra persona en el auditorio. Sin darme cuenta de su presencia, él se acercó. Era Fausto. En el teatro, su entorno natural, se mostraba imponente a pesar de su apariencia sombría, bigote engomado y ropas negras; se veía curiosamente misterioso y elegante.

>> “Pero miren a quién tenemos aquí, en mi humilde morada”, dijo con sus acostumbradas formas dramáticas. “Mi querido amigo Marcos me llamó antes, empiezas mañana”.

>>No supe que decirle, excepto…

>> “¿Qué?”

>> “Mañana empiezas a trabajar aquí”, ratificó fausto. “Abrimos las puertas al público a eso de las cinco, así que procura llegar antes para presentarte a los muchachos. Si tienes preguntas sobre tus honorarios o cualquier otra cosa, me los comentas mañana. Ahora, si me disculpas”.

>>Y se dio la vuelta y se fue.

>>Regresé al apartamento confundido como pocas veces en la vida. Raro, me repetía una y otra vez al girar la llave. Conseguí un trabajo sin siquiera pedirlo, es más, sin decir nada. Me tumbé en la cama, me dormí en el acto.

>>Al día siguiente me vestí con mi mejor traje y con un nudo en la garganta que no me dejo ni mirar la taza de café que tomaba cada mañana, me fui con mal sabor de boca. Al salir de casa era las diez en punto. Me daba pena llegar demasiado temprano, así que decidí darme a la deriva por las calles para hacer tiempo. Me metí las manos en los bolsillos y caminé sin prestarle atención a donde me dirigía. Y sin más llegué a la misma plaza luminosa, llena de árboles y habitada por familias de aves que con su canto y sus nidos la convirtieron en su hogar que se solía mirar desde mi habitación de la casa de mis tíos. Me di vuelta y allí estaba plantado el apartamento victoriano, allí la misma ventana por la que me asomaba. Allí estaba Marcos, del otro lado del cristal, pero como estaba de espaldas no me vio. Mi pie se movió hacia él, mas luego retrocedí, me di la vuelta y me dirigí hacia el teatro. No hay ningún significado profundo en esa escena, solo me di la vuelta y me fui.

>>Llegué apenas empezando la tarde. La entrada estaba cerrada, era de esperarse. Me quedé frente a las taquillas largo rato, pensativo, mientras me rascaba la nuca con la punta de los dedos. Y hubiera permanecido así hasta la noche de no haberse aparecido una niña, o mejor dicho, una jovencita, que sin mediar palabra me tomó de la mano y me llevó a atrás del teatro, había una puerta abierta. Era una preciosa jovencita que no pasaba de los doce años, de largo cabello dorado, que casi le llegaba a la espalda, piel de porcelana y ojos verdes cual esmeraldas. Sin duda sería una hermosa mujer, ya desde tan joven resultaba encantadora.

>>En fin, de mano de esa jovencita, de nombre Victoria, entré en el mundo misterios que hay detrás del gran telón rojo. Tras bambalinas había gran número de cajas coloridas y de tamaño considerable. Trajes y vestidos, utilerías y tantísimos otros artefactos que veía por primera vez en mi vida y que en ningún otro sitio volvería a ver. Un microcosmos ajeno a lo más allá de las paredes del teatro. En el escenario estaba el resto del elenco, por decirles de alguna forma. Fausto, tan inconfundible como de costumbre, se adelantó al resto y me tendió la mano, se la estreché algo nervioso.

>> “Bienvenido a mi humilde morada, ‘El Teatro de las quimeras’”, dijo, y así comenzaron mis breves pero extraordinarios días en esa casa de la demencia.