Capítulo L: El Peso de la Maldición

Posted on 15 agosto, 2010

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La próxima vez que abras los ojos, el mundo tal vez haya cambiado…

La rueda dentada.

Poco a poco…, poco a poco.

Empezó a crujir.

Poco a poco… La rueda dentada comenzó a moverse.

Ella soñaba sin soñar. Veía, pero sólo a la oscuridad. Se sentía perdida en algún extraño y misterioso lugar, en la nada, mas no era así… una mano fría y familiar le acarició la mejilla, lo único que podía sentir.

Era William.

– Por favor, Isabel, reacciona – dijo, su tono era suplicante – por favor, ¡Dios, reacciona!

Lloraba, suplicaba para que despertara… ¿Por qué no puede abrir los ojos?, ¿Por qué no puede?, ¡Necesitaba verlo, saber que estaba bien, verle a la cara!, ¡Pero no podía! Estaba atrapada por una especie de maleficio, ¿Y si nunca hubiera pudiera abrir los ojos?, ¿Si jamás podría volver a moverse?

No, una y mil veces no.

De alguna forma logró abrir las dos cortinas de hierro que eran sus parpados. Y lo primero que vio fue el rostro, tan triste, tan preocupado y de repente tan feliz, de William. Sus ojos, rojos como la sangre, la miraron al borde de las lágrimas. Isabel le dio una rápida mirada al lugar donde se encontraba.

Tan sólo podía ver por encima del hombro de William una que otra pared a medio demoler, suelos opacos y llenos de polvo, una lejana ventana sin cristales ni marco que dejaba entrar la vista del bosque y el horizonte, todavía en la oscuridad. Una especie de estancia decadente y en un estado de abandono casi total.

Se intentó incorporar, pero William le retuvo. Había estado dormida sobre una especie de taburete o lecho de madera o de un material parecido, la chaqueta de William, ya poco menos que un harapo, le servía de cobija. Ella estiró la mano y acarició el frío rostro de William. Él apretó su mano contra la mejilla y cerró los ojos.

– No pongas esa cara, nos es como si hubiera muerto… todavía – susurró Isabel. Y en respuesta William tan solo cerró con más fuerza los ojos con un ligero ceño fruncido al tiempo que sostenía la mano de ella en su mejilla.

– Esto no es un juego, Isabel, poco y ni la contamos esta vez – dijo William tomando entre sus manos la de Isabel y colgándola sobre el regazo de ella – ¿acaso no comprendes que estamos vivos de milagro?

– Yo estoy viva, tú por otro lado… – pero dejó la frase a medias al ver la cara de William – lo siento, solo quería…

– Lo sé – le interrumpió William –. Aunque no creas que te perdonare tan fácil como crees.

Sin más William se acercó a ella, y acurrucándose a su lado, colocó la cabeza en el pecho de Isabel con cuidado y cierta ternura que hizo que Isabel se sonrojara al tiempo que recostaba las manos sobra el largo y espesó cabello de William, quien cerró los ojos. Casi parecía dormido.

– ¿William?

– Tan solo déjame quedar así hasta que llegue el amanecer, únicamente te pido eso – agregó William entre susurros –, quiero pensar que los pocos minutos que faltan para que salga el sol son en realidad horas o que, simplemente, el tiempo se ha detenido por siempre… por favor, no rompas esta inocente ilusión. Es lo único que te pido…

Luego, silencio. Isabel le molestaba ruborizarse de esa manera tan infantil, por suerte él no podía verle el rostro. Acariciaba el cabello de William con los dedos mientras el tiempo pasaba, desde la ventana se metían tímidamente los indicios del sol dorado.

– Descuida… todo estará bien – susurró Isabel en tono casi maternal.

De repente William, como si hubiera despertado de una terrible pesadilla, se apartó de ella y se fue al otro extremo de la habitación caminando de espaldas. Isabel miró anonadada como, de sus ojos escarlatas, brotaban las lágrimas de sangre. Pero su rostro no mostraba la menor de las emociones. Llegó hasta la ventana mirándole con los ojos confundidos, como si estuviera mirando a una extraña, como si Isabel fuera una completa desconocida para él.

– ¿Qué ocurre, William? – preguntó Isabel medio asustada, medio confundida.

Este se dio la vuelta y sin más golpeó uno de los muros a medio derruir con el puño, con tanta fuerza, que este cedió como si nada. Escombros y polvo volaron y el sol empezó a meterse por aquel nuevo boquete. Isabel se asustó e incorporó por pura voluntad.  Cuando William se volteó unos endebles rayos de sol penetraron en el lugar, iluminando apenas la espalda de William. Pero provocando que sus ojos se hicieran oscuros y que sus sollozos dejaran de ser de sangre, para pasar a ser de simples lágrimas que enjugaron las anteriores.

– ¿Acaso no lo entiendes, Isabel? – preguntó un William completamente fuera de sí – ¡nada va a estar bien, nada será como era antes, nunca podremos darle la espalda a esto!, ¡Maldita sea!, no tenemos hacia donde ir, ni lugar en el cual escondernos. No podemos confiar en nadie. Ahora no somos buscados por un cazador insistente, somos perseguidos por todo el mundo de los seres de la noche. Ahora el sol es nuestro único aliado.

Ambos se quedaron en silencio, mirándose fijamente. William caminó hacia ella, alejándose de la luz, volviendo a teñir sus ojos de escarlata, pero ya no lloraba más. Se enjugó la mezcolanza de lágrimas y sangre con el puño de la camisa sin decir nada en lo absoluto.

– Eso no es lo que en realidad te preocupa, ¿cierto? – preguntó Isabel por lo bajo, provocando que William se diera la vuelta para no mirarla. Con cada suspiró el sol tomaba más protagonismo en el cielo que se aclaraba –. Si tienes algo más que decir, cualquier cosa, por favor, dilo. Prometimos que no habría más misterios, ¿recuerdas? – agregó, su voz no proyectaba exigencia alguna, sino más bien una petición sincera y desesperada por la verdad.

– No logró comprenderlo, es sólo eso, no puedo entender todo esto que nos esta pasando – contestó William luego de una larga pausa, pausa que a Isabel se le hizo eterna.

– ¿De qué estas hablando?

William se dio la vuelta con violencia y se acercó a Isabel hasta poco más de un metro y medio de distancia, como si una barrera invisible no le permitiría acercarse más.

– ¡Mírame! – exclamó él –. Se supone que soy una criatura despreciable: Debería de estar muerto, no tendría que existir, deberías de odiarme, detestar la cosa antinatural y monstruosa que soy. Hecho de la misma magia y sangre de los demás vampiros, una cosa fuera de las leyes de la naturaleza.

>> Todo seria más fácil si no estuviera condenado a esta imitación burda de la vida, si estuviera muerto; si en realidad me odiaras… Todo hubiera sido mejor si nunca nos hubiéramos conocido.

Isabel no podía creer lo que William decía.

– ¿Por qué hablas así, qué te hace querer hacerte daño de esa manera tan cruel? – preguntó exaltada pero a la vez triste. Se acercó a William. El sol empezaba a levantarse en el horizonte, bañando con su escasa luz la ruinosa estancia – ¿Por qué hubiera sido mejor el no habernos conocido?

Pero él no le respondió, sólo se limitó a desviar la mirada para no verla a los ojos. El silencio los envolvió, pero Isabel no se dejó intimidar por él, de manera que se acercó más a William, quedando uno al frente del otro. Ella, despacio y con un tímido escrúpulo, puso las manos a ambos lados del rostro de William, quien solo frunció el ceño. Luego le obligó a encararla, muy lentamente sus ojos se encontraron. Ojos rojos y tristes. Eso fue lo que vio Isabel, únicamente rojos y tristes.

– Por qué sería mejor que nunca nos hubiéramos conocido – volvió a preguntar ella, pero esta vez con un hilo de voz suave y suplicante.

– Porque cada vez que te veo siento como a mí regresa aquella humanidad que perdí la noche en que me hice vampiro, la noche en que me convertí en al presa de esta maldición de la sangre, y eso me duele – contestó William mirando con intensidad a los ojos castaños de Isabel –. Me duele más de lo que te puedes imaginar, ¡justo aquí! – agregó  tomando la mano de Isabel y poniéndola sobre su pecho, para que pudiera sentir el frío de su pecho y el silencio de su corazón muerto.

>> No puedo detener ni dominar esta opresión que me tortura y que apenas me deja dormir. Necesito una respuestas para esto que siento… ¡Tan sólo mira las estupideces que estoy diciendo!

William bajó la mirada hacia el suelo y no dijo nada más. Isabel, con la mano derecha aún en la mejilla de William le forzó a volver a mirarla. El frío del cuerpo de él no le molestaba, todo lo contrario. Ella le acarició la mejilla con el pulgar y dijo:

– Son todo menos estupideces, William. No sé que vez cuando te paras frente al espejo, pero te diré que es lo que yo veo.

En ese instante la luz insidió en William. Sus ojos perdieron todo su tono sobrenatural y se hicieron otra vez de color negro, ojos tan humanos y profundos como los de cualquier otra persona.

– Si pudieras verte, escuchar tu voz, sentir la profundidad de tu mirada no verías en absoluto oscuridad. Verías un fulgor especial en ti, resplandor que es tuyo y de nadie más. Mortecina, si, pero la luz y una fuerza, que va más allá de todo lo que se te enfrenta, se conjuntan en ti en un millar de formas distintas.

William escuchó impasible las palabras apasionadas de Isabel, luego contestó secamente:

– Ese es justamente le problema – entonces apartó las manos de Isabel de él – ¿Cómo quieres que pierda las esperanzas de que esto que siento sea alguna vez correspondido si hablas, con esas palabras tan bellas, de mí?

Isabel se quedó en silencio, las palabras de William la sorprendieron. Miro a William a los ojos y no encontró nada más que una frase congelada en el tiempo, esa era la causa de su tristeza: El saber que, a pesar de lo que sentía por ella, eso nunca podría pasar. Por más trillado o gastado que sonará, esa era la verdad que lo atormentaba. Era imposible…

Isabel se dejó llevar por una abrupta emoción que la embargó y llenó en su totalidad. Rodeó el cuello de William con los brazos y, en un impulso que no puede considerarse como tal, lo besó en los labios.

William, al ser tomado por sorpresa, al principio se quedó inmóvil, pero luego le contestó el beso. Puso las manos en la cintura de Isabel. Y por el simple deseo terminó levantándola del suelo. Sus labios, unos fríos y otros por el contrario tibios, se acariciaban, conocían y exploraban con pasión.

Él la llevó hacia el improvisado lecho de madera, sin separar nunca sus labios. Isabel y William se dejaron caer en su rinconcito alejado del sol del amanecer. Isabel  se apretó contra el cuerpo de William, quien dejó de besarla y empezó a deslizar los labios por la mejilla de Isabel para ir bajando hacia su cuello.

Ese cuerpo frío la acariciaba con ansia y sin reprimirse en ninguno de sus deseos, los deseos de ambos. Isabel le desabrochó los botones de la camisa, pero un dolor repentino y penetrante la aturdió, como una sinfonía, pero que en vez de notas tenía sufrimiento.

Él la estaba mordiendo…

El dolor se fue tan pronto como llegó, los colmillos penetraron su cuello y llegaron a la yugular. Y los colmillos la enviaron a un universo irreal, casi onírico; sin sensaciones, sólo recuerdos.

Mi nombre es William Knight.

¿Entonces qué eres?

Un vampiro.

El frío, un frío que se disipaba le oprimía el pecho. Las imágenes corrían por su mente… ¿con que esto era ver pasar la vida ante tus ojos? Casi podía sentir como se le escapaba la vida junto con la sangre por la herida en su cuello. Él la estaba matando. Cansada, se sentía muy cansada. Sólo quería dormir.

No sabes quien soy en verdad. Cientos de personas han muerto por mi culpa, y lo más seguro es que muchas más mueran, no soy ni seré lo que tú crees. Soy un monstruo…  ¡Soy un vampiro!

El tiempo…

¿Qué es el tiempo?

¿Qué puede significar el tiempo para alguien al borde de la muerte?, nada. Eso es lo que significa para ella el tiempo, la nada. O por lo menos en sus recuerdos el tiempo es nada y es todo, porque el lo que le queda en este mundo se rige por un tiempo que esta por agotarse. Su mente, quizás refugiándose del dolor o quizás sólo recordando los momentos memorables con William, la transportó a aquella ya lejana noche en la mansión de Gabriel. Con William frente al piano e interpretando hermosa música… su canción favorita.

¿Cómo se llama esta canción?

“Sonata para piano número 14”, mejor conocida como Claro de Luna, compuesta por Beethoven… ¿sabes su historia?

Un día Beethoven, en su época más sombría conoció, siendo el sordo a una hermosa jovencita ciega… por cierto que se parecería mucha ti.

¿Parecida a mí?

Si, muy parecida, casi idéntica, pero déjame terminar. Un día la jovencita le dijo al maestro: “Yo daría lo que fuera por ver una noche de luna”. Y el maestro, conmovido hasta las lagrimas, no supo como contestarle a la jovencita de otra forma que no fuera componiendo esta hermosa sonata… el cariño y amor que sentía Beethoven por aquella joven ciega fue lo que le impulsó a escribir esta canción… una de mis historias favoritas.

Un leve murmullo, poco más que un par de pasos en la lejanía, eso y nada más. Era por sangre, todo era por sangre… que deprimente se muestra la vida cuando se reduce a un factor tan insignificante como ese: sangre. Él la amaba, y ella lo sabía, pero no pudo luchar contra la tentación de su sangre.

La presión contra su pecho y el frío se fueron. Intentó abrir los ojos… unas figuras borrosas se movían y retorcían, ¿era un lobo? Si, un lobo. La segunda figura se fue, espantada y derrotada. Y el lobo se acercó hacia ella.

¿Cómo era posible?

Ya no era un lobo. Se había convertido en un hombre alto, de largo cabello oscuro y ojos de ámbar.

Soy un monstruo…

– Descuida, ese vampiro ya no te hará daño más – dijo ese hombre o lobo o lo que sea.

Unas manos, manos humanas y templadas, tocaron su rostro. Pero ya no podía sentir nada, sólo frío, el frío de la muerte. Sus parpados se cerraban… ¡oh!, que cansada estaba, muy, muy cansada. Sólo quería dormir… y antes de caer en un sueño profundo recordó una frase que le vino a la mente como si nada…

La próxima vez que abras los ojos, el mundo tal vez haya cambiado…

Y entonces cerró los ojos, pero no para siempre. Y ella, fue envuelta en una red de sueños radiantes.

¡Soy un vampiro!


FIN

9.11h

12 de agosto de 2010

Quizá otro cantará con mejor pluma